El año que no tuvimos rostro

Un año sin rostro

Foto: Chico Correa FCB Agency

…afuera sólo encontramos pares de ojos fugitivos y desconfiados, poco a poco nos fuimos quedando sin las señales y signos que comúnmente nos ofrece el rostro de todo aquel desconocido, lo que nos permitía tener la elección de establecer confianza, hacer un pacto silencioso, o por el contrario plantar nuestros limites, nuestra desaprobación o repudio.

Podríamos decir que pasamos a un estado gaseoso de la sociedad, en donde, cómo moléculas de agua que se expanden, transitamos en una red distanciada pero permeable a cierta interacción.

Y es que durante este año (ya en nuestra octava cuarentena), como un instante difuso que no deja prolongarse, solo nos fuimos reconociendo a través de nuestro círculo más cercano, el de los “sin mascarilla”, y con suerte algo redescubrimos en ellos a fuerza de tener tan presente su limitado patrón facial.

Mientras que afuera, sólo encontrábamos pares de ojos fugitivos y desconfiados, poco a poco nos fuimos quedando sin las señales y signos que comúnmente nos ofrece el rostro de todo aquel desconocido, lo que nos permitía en otro momento tener la elección de establecer confianza, hacer un pacto silencioso, o por el contrario plantar nuestros limites, nuestra desaprobación o repudio.

Es por ello que la visualización, objetivación y exteriorización del rostro propio y ajeno resulta claramente positiva para impulsar la conciencia del yo. Por tanto, la homogeneización y tipificación del rostro o de lo que representa, en este caso el uso de la mascarilla, se prestó a la despersonalización del individuo, dando paso al hombre-masa, una mancha vacía, anónima y enferma, desprovista de singularidad, conformándonos con interactuar solo la neutralidad y la repetición, sin complicidades, sin vínculos, sólo maniquíes que van y vienen.

Optamos, entonces, voluntaria o involuntariamente a construirnos a nosotros mismos desde el interior y desconfiar en todo momento del otro. La paradoja aquí fue el dilema (exagerado y ambiguo, en algunos casos) que actuó entre la salud mental colectiva y el libre albedrío, y por otro lado, la necesaria prevención sanitaria.

Por una parte, es sabido que la singularidad del rostro llama a la singularidad del hombre en cuanto persona. Un claro ejemplo de lo que Jacques Aumont denominaba la «derrota del rostro» que transforma la cualidad en cantidad, el rostro en número, en estereotipo; en definitiva: en mascarilla. Mientras por otro lado la OMS, las autoridades mundiales y expertos exhortan el uso de la mascarilla como parte de una estrategia integral de medidas para suprimir la transmisión y salvar vidas, ya que es de todos sabido que en regiones donde su uso se ha extendido, el riesgo de contagio y muerte también se redujo considerablemente.

Ante esta realidad no queda mucho que argumentar, ya que los mismos expertos afirman que incluso con el redentor desarrollo y uso de la vacuna, el uso de la mascarilla tendrá que seguir siendo un hábito cotidiano, con el riesgo de continuar perdiendo ese reducto de humanidad hacia el otro por una indiferencia desoladora.

Sin muchas opciones, entonces sólo nos queda dejar de nadar contracorriente en este mar de resignación para dejarnos llevar por las circunstancias, por el azar de esta macabra ruleta a la que nos ha obligado a jugar el virus. Y como aquellos maratonistas que han corrido ya un largo camino, tan lejos de la salida que no tiene ya sentido pensar en un regreso, sólo queda seguir o desfallecer.

Aunque aún es difícil ver un puerto de salida de esta pandemia y sus secuelas, algunos empiezan a comprender las redefiniciones de la vida a partir de la individualidad y lo colectivo, por que sin duda nada será igual, y quien este esperando regresar, simplemente pierde su tiempo y peor aún corre el riesgo de quedar en el mutismo a la mitad del túnel.

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Ehekatl Hernández

Ehekatl Hernández. Diseña, edita y a veces escribe. Twitter| Instagram.

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